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lunes, 2 de septiembre de 2013

EL AMBIENTE MUSULMAN






IGNACIO CAMACHO.


En el mundo musulmán, fundamentalismo es el sonido que repite el eco cuando alguien pronuncia la palabra libertad.

EL bienintencionado entusiasmo que generó en Occidente la «primavera árabe» olvidaba, en un típico error de mentalidad política etnocéntrica, una cuestión fundamental: que en el mundo musulmán, cuando se pronuncia la palabra libertad, el eco repite la palabra fundamentalismo.

El integrismo islamista está al fondo de todas las reivindicaciones democráticas de unas sociedades sin clases medias, emparedadas entre brutales élites dirigentes y masas populares hundidas en la miseria económica y cultural. Esa carencia de mesocracia ha impedido hasta ahora cualquier clase de alternativa al dominio dictatorial que no sea la revolución teocrática; el islamismo se ha erigido en el único cauce político de la pobreza. Por eso la prometedora eclosión de rebeldía que arrancó a finales de 2010 en Túnez no ha alumbrado un solo régimen de democracia estable, laica o moderada; ha derivado en guerras civiles, conflictos sociales, nuevos gobiernos represivos y tensiones de poder provocadas por la presión fundamentalista. En la sociedad árabe, la única revolución posible es la islámica.

No busquen buenos y malos en la crisis de Egipto: no los hay, como no los hay en la barbarie siria. No en términos absolutos que puedan satisfacer nuestra cómoda tendencia a establecer bandos sobre los que adscribir esquemáticas conclusiones de opinión pública. La gran paradoja de los procesos árabes es que las elecciones dan el triunfo a los enemigos de la democracia, un resultado que desconcierta al buenismo occidental.

Los valores de la laicidad o el progreso los defienden —relativamente— regímenes militares acostumbrados a respuestas feroces contra cualquier tipo de insurgencia. Los moderados, como Baradei, fracasan ante la generalización del espanto. Un rey de autoridad casi medieval como Mohamed VI es en Marruecos la única garantía de una cierta modernidad frente a la regresión integrista. No valen nuestros confortables prismas de prejuicios ideológicos; la dialéctica es entre masas enfurecidas por su postración de siglos, articuladas por el fundamentalismo, y minorías acostumbradas a la explotación del poder en usufructo ilegítimo. El autoritario laicismo de izquierdas que surgió en los años sesenta en Argelia con Ben Bella o en Egipto con Nasser también se ha derrumbado. Y los jóvenes que hace dos años gritaban libertad en las plazas no encuentran quién encarne su sueño.

Los recientes cohetes de Tahrir han acabado en un baño sangriento; ya era raro que el pueblo celebrase con fuegos artificiales un golpe de Estado. Tal vez, tras las guerras de Irak o Afganistán, en la represión de El Cairo o Alejandría se esté gestando ahora la semilla del nuevo terrorismo. El que golpeará a una Europa o una América desconcertadas porque no saben encontrar allí los conceptos del Bien y del Mal —ni siquiera del mal menor— sobre los que ha construido su simplista maniqueísmo.

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