IGNACIO
CAMACHO.
En el mundo
musulmán, fundamentalismo es el sonido que repite el eco cuando alguien
pronuncia la palabra libertad.
EL
bienintencionado entusiasmo que generó en Occidente la «primavera árabe»
olvidaba, en un típico error de mentalidad política etnocéntrica, una cuestión
fundamental: que en el mundo musulmán, cuando se pronuncia la palabra libertad,
el eco repite la palabra fundamentalismo.
El integrismo islamista está al fondo
de todas las reivindicaciones democráticas de unas sociedades sin clases
medias, emparedadas entre brutales élites dirigentes y masas populares hundidas
en la miseria económica y cultural. Esa carencia de mesocracia ha impedido
hasta ahora cualquier clase de alternativa al dominio dictatorial que no sea la
revolución teocrática; el islamismo se ha erigido en el único cauce político de
la pobreza. Por eso la prometedora eclosión de rebeldía que arrancó a finales
de 2010 en Túnez no ha alumbrado un solo régimen de democracia estable, laica o
moderada; ha derivado en guerras civiles, conflictos sociales, nuevos gobiernos
represivos y tensiones de poder provocadas por la presión fundamentalista. En
la sociedad árabe, la única revolución posible es la islámica.
No busquen
buenos y malos en la crisis de Egipto: no los hay, como no los hay en la
barbarie siria. No en términos absolutos que puedan satisfacer nuestra cómoda
tendencia a establecer bandos sobre los que adscribir esquemáticas conclusiones
de opinión pública. La gran paradoja de los procesos árabes es que las
elecciones dan el triunfo a los enemigos de la democracia, un resultado que
desconcierta al buenismo occidental.
Los valores de la laicidad o el progreso
los defienden relativamente regímenes militares acostumbrados a respuestas
feroces contra cualquier tipo de insurgencia. Los moderados, como Baradei,
fracasan ante la generalización del espanto. Un rey de autoridad casi medieval
como Mohamed VI es en Marruecos la única garantía de una cierta modernidad
frente a la regresión integrista. No valen nuestros confortables prismas de
prejuicios ideológicos; la dialéctica es entre masas enfurecidas por su
postración de siglos, articuladas por el fundamentalismo, y minorías
acostumbradas a la explotación del poder en usufructo ilegítimo. El autoritario
laicismo de izquierdas que surgió en los años sesenta en Argelia con Ben Bella
o en Egipto con Nasser también se ha derrumbado. Y los jóvenes que hace dos
años gritaban libertad en las plazas no encuentran quién encarne su sueño.
Los
recientes cohetes de Tahrir han acabado en un baño sangriento; ya era raro que
el pueblo celebrase con fuegos artificiales un golpe de Estado. Tal vez, tras
las guerras de Irak o Afganistán, en la represión de El Cairo o Alejandría se
esté gestando ahora la semilla del nuevo terrorismo. El que golpeará a una
Europa o una América desconcertadas porque no saben encontrar allí los
conceptos del Bien y del Mal ni siquiera del mal menor sobre los que ha
construido su simplista maniqueísmo.
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