LA
CORRUPCIÓN VISTA POR IGNACIO CAMACHO
Fernando Santiago Muñoz | 19 de
febrero de 2013
Todo este
carnaval de venalidad es la secuela tardía de un tiempo en que medio país se
creía impune, invencible, eterno.
TODA esta
orgía de venalidad que hoy nos escandaliza, todo este obsceno descalzaperros de
corrupción y abusos que representa la cara amarga del fracaso español, no es
más que la secuela tardía de un tiempo en que casi todo el mundo se creía
impune, invencible, eterno. Aquellos años rutilantes de burbujas de champán
caro y crédito fácil, cuando el dinero se desparramaba por un país tan de
nuevos ricos que cualquiera podía considerarse uno de ellos con sólo pagar la
primera letra de un chalet o de un todoterreno. Aquel tiempo en que los
virreyes territoriales dilapidaban los millones en fastos sociales y
deportivos, en que los alcaldes viajaban con pequeñas cortes de pelotas y
asesores, en que Aznar se sentía un Napoleón ebrio de gloria histórica y
Zapatero le mostraba a Muñoz Molina —lo cuenta en un escalofriante pasaje de su
último libro— su sillón presidencial con un paleto y orgulloso vértigo de
poder. Fue entonces, en esa etapa de irresponsable esplendor y encumbramiento
palurdo, cuando los Bárcenas y los Correas amasaron fortunas hurtando pellizcos
a constructores favorecidos, cuando los Urdangarines pegaron sablazos a
solícitos monterillas autonómicos de manos blandas, cuando los Guerreros
trucaron EREs y estamparon en ellos a montones de intrusos con el gesto cesáreo
de quien reparte un maná, cuando los emergentes magnates del ladrillo se
llevaron a Suiza o a Panamá el dinero recién acumulado en fulgurantes negocios
de plusvalías inmediatas. La época de perros atados con longanizas en que
muchos jóvenes dejaron los estudios para trabajar en bien pagados empleos sin
cualificar que les permitían comprarse motos de gran cilindrada con las que
ronear en las discotecas de una prosperidad sobrevenida a la que nadie le veía
desenlace porque todo el país parecía vivir en un presente perpetuo, sin
principio ni fin, cuando de veras lo que no tenía, aunque no lo queríamos
saber, era futuro.
Todo eso se
desplomó tan de golpe y en tan poco tiempo que la cuenta de la fiesta se quedó
sin pagar a la espera de que alguien se hiciese cargo. Y ha tenido que ser la
clase media la que afronte a su pesar la factura en forma de un doloroso
empobrecimiento acelerado y de una quiebra del Estado social. Por eso irritan
tanto a la opinión pública las evidencias de toda aquella desmesura disipada
que afloran como la recidiva de una dolencia mal curada en medio de los
escombros del bienestar. Porque tal vez no hubiese inocentes al margen del
frenético jolgorio consumista; tal vez nadie fue obligado a pedir bajo amenaza
préstamos que no podía pagar; tal vez todos gastamos con alegría desmedida sin
plantearnos que algún día había de pararse el carrusel del dispendio; tal vez
mucha gente vivió entonces por encima de sus propias posibilidades, sí, pero
hubo quien vivió, y demasiado bien, por encima y a costa de las posibilidades
de los demás.
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